Entre los recuerdos más vívidos de mi infancia está la noche del 5 de enero de 1979. ¿Por qué recuerdo una fecha tan precisa? Porque fue el día anterior a la llegada de los Tres Reyes Magos, a mis escasos 6 años. Ese día el paso del tiempo era muy lento. Cumplí con mis obligaciones puntualmente. La cena fue a la hora prevista. No quise ver televisión ni leer. Mi prioridad era ir a la cama cuanto antes.
El futuro que nos merecemos
Llegué cansado y entusiasmado después de un viaje muy largo. Era mi día favorito de la semana: martes. Lo disfruto mucho porque toca publicar artículo y descanso de mi ejercicio. Para mi sorpresa, el autobús que me llevaría del aeropuerto a mi hotel en la Gran Manzana tenía Internet. El entusiasmo duró poco. Al conectarme me di cuenta de que el servidor que aloja este blog (y otros sitios bajo mi responsabilidad) estaba fuera de línea. ¿En serio? Ese no es el futuro que nos merecemos.
El poder que da el conocimiento
“Te llaman”, dijo mi mamá. En los ochenta (y antes) el teléfono estaba en la sala, conectado a la pared (¿se acuerdan?). Lo compartía toda la familia. Cuando sonaba, cualquiera lo contestaba. Después de una pequeña plática se entregaba el auricular al destinatario. En ese momento no estaba yo para llamadas. Estudiaba para un difícil examen que tenía al día siguiente. “Voy a tu casa ahora mismo” y colgó. Necesitaba adquirir el poder que da el conocimiento. No era hora para recibir visitas.
Echando a perder se aprende
Con entusiasmo saqué la computadora portátil * de su caja. Sorpresa: incluía estuche. Segunda sorpresa: era más delgada de lo que pensaba. La conecté. Sin pensarlo, inserté un dispositivo USB con el sistema operativo de mi preferencia (basado, por supuesto, en el núcleo de Linux). Con gran habilidad completé los pasos para la instalación. Arranqué entusiasmado mi nuevo sistema en la flamante máquina. Resultado: luces multicolores parpadeando y una pantalla negra. Echando a perder se aprende.
Estructura en las finanzas personales
Todo parecía estar en orden. Un buen trabajo, un lugar donde vivir. Empezaba las responsabilidades familiares con el pie derecho. Me visualicé desde un ángulo diferente y me sentí orgulloso de lo que vi. Error: cuando veo perfección en mí, es momento de una inevitable lección de humildad. Sin una estructura en las finanzas personales que soportara un gran peso, el castillo de naipes se colapsaría en cualquier momento.
Al Universo le somos indiferentes
Compartir cuarto en mi niñez con un hermano mayor con tendencias científicas tuvo ventajas y desventajas. Por el lado de las desventajas, las peleas eran más difíciles de ganar: siempre encontraba argumentos lógicos contra mis primitivos ataques y contra-ataques. La situación llegó al límite cuando decidió que el cuarto era su territorio y me expidió un pasaporte. Por otro lado, tenía a mi disposición una gran cantidad de libros de ciencia o de divulgación científica. Así aprendí que al Universo le somos indiferentes.
Esa monótona zona de confort
A mis escasos veintidós años trabajé en el departamento de atención a clientes de una enorme empresa de mensajería. Mi tarea consistía en estar frente al teléfono durante mi turno y recibir llamadas. Los que me conocen, inmediatamente habrán detectado que ese trabajo me sacaba completamente de esa monótona zona de confort en la que tan a gusto me sentía. La razón: les tengo pavor a los teléfonos.
Optimismo y pesimismo van de la mano
El sistema de trenes en Tokio es complejo, por decir poco. Nuestro objetivo era viajar del centro de la ciudad al aeropuerto de Narita. El cálculo era difícil. Entre las dificultades lingüísticas y el haber llegado días antes desde Osaka en el tren de alta velocidad, hacían imposible saber con certeza el tiempo que nos llevaría tal travesía. En aquellas épocas el concepto de que el optimismo y pesimismo van de la mano no existía para mí. Era yo un pesimista de tiempo completo.
La búsqueda de la improductividad
Los domingos en la tarde eran especiales para aquel niño. Consideraba que tenía tiempo suficiente para disfrutar la parte final del fin de semana. Sus amigos estaban en comidas familiares, por lo que él estaba solo. Todavía era temprano para preocuparse. Tuvo todo el fin de semana y no había hecho su tarea. Ya habría tiempo para eso. Ahora, a sus 44 años, extraña aquellos ociosos días. Es tiempo de hacer algo e iniciar la búsqueda de la improductividad.
La inevitable plática padre-hijo
Diré la verdad: me sentí agobiado. ¿Cómo pude dar tan importante consejo, tan a la ligera y sin pensarlo más de un instante? Mi cuñada me agarró en un momento de optimismo. Para colmo pasó dos veces, no una. Después de haber ofrecido tales consejos, me queda una pregunta: ¿Qué pasará cuando llegue la inevitable plática padre-hijo? No lo sé. Por eso creo que lo más sensato es prepararme desde hoy.